sábado, 30 de noviembre de 2019

Capítulo VII. Gobiernos de Narváez y Bravo Murillo

CAPÍTULO VII: GOBIERNOS DE NARVÁEZ (1848-1851) y BRAVO MURILLO

BIOGRAFÍA DE UNA ESPAÑA EN CRISIS. Jose Mª Moreno Echevarria
1848 es el año en que se desatará sobre Europa la gran tormenta revolucionaria que hará temblar a las más sólidas monarquías.  En febrero de 1848, el huracán revolucionario arroja del trono de Francia a Luis Felipe.  El 7 de mayo estalló el movimiento revolucionario en Madrid pero a Narváez le bastaron tres horas para aplastar la revolución. El espadón de Loja se mostró implacable en la represión. Ordenó diezmar los prisioneros y más de dos mil sospechosos fueron deportados en masa a Canarias, Fernando Poo, Islas Marianas, etc.  Además, considerando que detrás de los disturbios había estado Inglaterra, llamó al embajador Bulwer y le entregó los pasaportes. La ruptura con Inglaterra era un hecho.
Coincidiendo con el aplastamiento de la revolución, tuvo lugar -23 de junio de 1848- la entrada de Cabrera en Cataluña, al frente de 1000 hombres que, al prestigio de su nombre, pronto fueron 10000. Las fuerzas de Cabrera parecieron animar a los carlistas, que desde 1846 y a raíz del fracasado intento de matrimonio entre el conde de Montemolín e Isabel II se habían levantado en Cataluña en la llamada “guerra de los matiners”. Cabrera comenzó venciendo en Aviñó y Pasteral, mas al darse cuenta de que tenía que actuar solo y que faltaba ambiente y entusiasmo para sostener una guerra, se volvió a Francia. A principios de 1849 el conde de Montemolín decidió pasar a Cataluña a fin de reanimar a sus partidarios, pero fue detenido en la frontera por los aduaneros franceses. En mayo de 1849, Cataluña estaba completamente pacificada. Había terminado la para algunos llamada Segunda Guerra Carlista, o más comúnmente Guerra de los Matiners.
Al año de haberse hecho cargo del gobierno Narváez, el balance era claramente favorable hasta el punto de que Isabel, Francisco de Asís y María Cristina se pusieron de acuerdo para pagar al general los servicios prestados y la generosa Isabel le dio, de su peculio particular, ocho millones de reales.
En medio de la seguridad y de la tranquilidad que daba al país el gobierno de Narváez, la irreflexiva Isabel podía dar rienda suelta a sus caprichos.  La alcoba real era un semillero de obstáculos para el gobierno.  Ahora el favorito era el marqués de Bedmar. Todo fue bien hasta que a Bedmar le dio por meterse en política y pretendió nada menos que derribar a Narváez.  Este, ni corto ni perezoso, lo desterró de España y Bedmar se refugió en Biarritz.  Al cabo de poco tiempo, regresó disfrazado y gracias a los buenos oficios del conde de Cumbres Altas, Bedmar pudo refugiarse en palacio, en un cuarto situado bajo las habitaciones de la reina, con las que se comunicaba por una escalera oculta.
Cuando Narváez se enteró, su reacción fue fulminante.  Se presentó ante Isabel y la conminó a que hiciera salir inmediatamente a Bedmar de su escondite.  La joven soberana -18 años- que se hallaba en el momento álgido de su idilio con Bedmar, se negó rotundamente y el espadón tuvo que apelar a su acostumbrado recurso: presentar la dimisión.  Hubo de intervenir María Cristina y al final Isabel tuvo que aceptar el destierro de Bedmar. Narváez no estaba dispuesto a soportar más enredos de esta clase, pero la castiza Isabel pudo quitarle el malhumor, con su irresistible simpatía:
-“Pero, Ramón, ¿cómo te vas a ir? Ya sabes que eres indispensable.”
Don Ramón Mª Narváez, duque de Valencia, se halla en la cúspide del poder y a su sombra Isabel vive tranquila y satisfecha.  Su idilio con Bedmar, que ha durado dos años, va tocando a su fin.  Isabel comienza a fijarse en un joven capitán.  Se llama don José María Ruiz de Arana, hijo del conde de Sevilla la Nueva, al que en palacio se conoce por pollo Arana.  Corre la voz de que la reina está encinta y, efectivamente, el 11 de julio de 1850, Isabel dio a luz el primero de sus diez hijos, Fernando, que nació con síntomas de asfixia y solo vivió lo suficiente para recibir las aguas bautismales.  Con este alumbramiento de Isabel, la influencia del pollo Arana creció hasta las nubes.  Se le consideraba más afortunado que Serrano, Mirall y Bedmar; a nadie se le ocurría pensar en Francisco de Asís.
Era ya de dominio público la conducta de la reina. Isabel no era santa, pero era popular. A pesar de su ligereza e irresponsabilidad el pueblo veía en Isabel a una reina generosa, campechana y castiza.
De todas formas, en el turbulento periodo isabelino, el pueblo, en gran parte analfabeto, fanático y supersticioso, lo mismo se dejaba guiar para matar frailes e incendiar conventos, que para gritar “vivan las caenas y morir por un régimen reaccionario y teocrático.  Después de tres siglos de Inquisición, los españoles carecían en absoluto de conciencia política; el caos político era tan solo consecuencia casi obligada.
Sin embargo, en otros aspectos, había señales de transformación.  Renacían la industria y el comercio y el gobierno, por su parte, fomentaba las obras públicas. El 24 de octubre de 1848 se había inaugurado, entre Barcelona y Mataró, el primer ferrocarril en España, y el 7 de febrero de 1851 el ferrocarril de Madrid a Aranjuez.  Fue obra de José de Salamanca, el gran propulsor de los ferrocarriles en España. El ferrocarril de Madrid a Aranjuez fue inaugurado solemnemente por Isabel II.  El vagón de la reina era más lujoso que el de la reina Victoria de Inglaterra; Salamanca lo había hecho todo a lo grande.  El tren llegaba hasta la misma escalinata del palacio real de Aranjuez y los últimos cien metros de vía eran de plata. Pero todo este lujo y este fausto ¿no eran impropios de una nación que adolecía de una endémica bancarrota oficial?. Posteriormente esta línea Salamanca se lo vendió al Estado en 60 millones de reales, tendiendo después la línea de Aranjuez a Alicante que, en esta ocasión, vendió a Rothschild en 131 millones de pesetas.  Construyó luego las líneas de Madrid a Zaragoza y de Zaragoza a Alsasua por Pamplona.  Salamanca construiría líneas de ferrocarril también en Portugal, en Italia y hasta en los Balcanes.  Sólo perdió dinero en los ferrocarriles de los Estados Pontificios, pero el Papa, en cambio, le concedió una bula por la que quedaba exento de guardar vigilia.
Aunque el gabinete de Narváez sufrió un rudo golpe cuando, en noviembre de 1850, dimitió Bravo Murillo, ministro de Hacienda, fue Maria Cristina quien provocó el defenestramiento de Narváez.
La nefasta María Cristina, que considera a España como una propiedad particular que puede explotar y exprimir a su gusto, tiene la pretensión de que a los hijos que tiene de su matrimonio con Muñoz se les conceda el título y los privilegios de infantes de España.  Narváez, al oírlo, se subleva, considera indecorosa tal pretensión y se opone rotundamente.
La insaciable napolitana juzga que tendrá que chocar muchas veces con Narváez y decide derribarlo.  Presiona a su hija para que le aleje del poder y ante las protestas de Isabel, le replica que escoja entre ella, su madre, o el duque de Valencia. La reina no sabe como resolver aquel problema y le expone francamente la situación a Narváez.  Éste, siempre expeditivo, le ofrece una solución radical: que María Cristina y Muñoz salgan inmediatamente de España y se marchen a París. Isabel se debate en un mar de dudas, ella no puede expulsar a su madre.
-“Muy bien –dice Narváez-; entonces me marcharé yo
El hombre que nunca ha temido enfrentarse a todo y a todos, deprimido y amargado, se bate en retirada ante las camarillas de la corte. El 10 de enero de 1851 deja el poder y se marcha a París.

 El 14 de enero de 1851 formó ministerio Bravo Murillo (el número 26 del reinado de Isabel), y este hecho podía revestir una importancia especial. Desde la terminación de la guerra civil, la dirección de la política había estado en manos del ejército. Incluso eran los generales quienes acaudillaban los dos grandes partidos políticos: Espartero el progresista y Narváez el moderado. En cierto modo fue una obligada necesidad. Porque se ha de reconocer que, descontando a Espartero, el menos capaz de todos ellos, los generales-políticos de aquel periodo, Narváez, O’Donnell y Prim, eran muy superiores como estadistas a los políticos civiles de su tiempo, si se exceptúa, tal vez a Bravo Murillo.
Bravo Murillo se sentía animado por un impulso creador y aquel año de 1851 fue uno de los más fecundos del reinado de Isabel. En mayo dieron comienzo los trabajos de canalización del Ebro y los trabajos de amejoramiento de las fortificaciones del castillo de la Mola, en Mahón, base naval de las Baleares.  En agosto se puso la primera piedra de una obra de vital importancia: el canal de Isabel II que llevaría a Madrid las aguas del Lozoya.  Otro de sus grandes proyectos era el arreglo de la Deuda Pública, que se llevó a cabo el 1 de agosto de 1851, unificándola al 3% y quedando dividida en Deuda del Estado (Perpetua y Amortizable), Deuda del Tesoro y Deuda de Obras Públicas.
Abordó también el tema de las relaciones Estado-Iglesia y fue el artífice del Concordato de 1851. El concordato reconocía a la religión católica como única en España, con exclusión de todo otro culto, poniendo la enseñanza, tanto de las escuelas públicas como privadas, bajo la vigilancia de los obispos.  Se fijaba además la dotación el Estado a los miembros del clero secular, desde 2.200 reales a los curas rurales, hasta 160.000 a las altas jerarquías.  Se le reconocía a la Iglesia el derecho de adquisición de bienes.  La Iglesia, a cambio de tanta concesión, se limitaba a reconocer el derecho de posesión de los compradores de los bienes eclesiásticos, lo que equivalía a dar estado legal a la expropiación y venta de las propiedades eclesiásticas realizadas durante la desamortización de Mendizábal.
Este concordato, claramente favorable a la Iglesia provocó la indignación de progresistas, masones y otros grupos anticlericales.
Al margen de las luchas políticas, el pollo Arana seguía reinando como favorito, e Isabel se encontraba de nuevo en estado de buena esperanza en la que fue, tal vez, la época más feliz de su vida.
La noche del 19 de diciembre de 1851 estaban reunidos en palacio, ministros, autoridades, jerarquías eclesiásticas y grandes de España, esperando el nacimiento de un heredero de la corona. El parto fue feliz y sin complicaciones, pero el desencanto fue general, al frustrarse el deseo de que la corona española tuviese un heredero; Isabel había dado a luz una niña.  El ocurrente general Castaños, resumió el sentir de todos con estas palabras:
-“¡Vaya por Dios! Mala noche y parir hembra.”-
La recién nacida sería la popular infanta Isabel, familiarmente la Chata. Francisco de Asís parece asumir gozosamente su paternidad y diríase que se ha olvidado de querer colgar del balcón a todos los amantes de Isabel. Ahora se le guardan las debidas consideraciones y una suculenta suma por el empleo de rey consorte; dos millones cuatrocientos mil reales al año. Aunque, siempre mezquino y egoísta, no dudará en llegar en los sucesivos partos de Isabel, a negarse a presentar –como es tradición- el recién nacido en la consabida bandeja de plata, si no se le abonaba una determinada suma.
El 2 de febrero de 1852 hizo la reina su primera salida después del parto, para dirigirse a la basílica de Atocha. De pronto se adelantó un cura flaco, canoso y de aspecto miserable, que hizo ademán de entregarle unos papeles.  Isabel se detuvo, preguntándole que quería. Entonces el cura, sacando un cuchillo de la sotana, le asestó una puñalada en el costado. Isabel dio un grito y en medio de la confusión el coronel de alabarderos, don Manuel Mencós, cogió a la infantita, alzándola en sus brazos para protegerla; esto le valdría el título de marqués del Amparo. Otro alabardero derribó al agresor y le quitó el cuchillo, pero esto no le valió ningún título.
El cura que intentó asesinar a la reina se llamaba Martín Merino Gómez, de 63 años y natural de Arnedo e hizo gala de una sangre fría y una mordacidad extraordinarias durante el juicio. Manifestó que realizó el atentado para lavar el oprobio que significaba para la humanidad la tiranía de los reyes. Fue degradado por el obispo y condenado a garrote vil y en vez de recibir sepultura fue quemado y aventadas sus cenizas. (Y aun tuvo suerte de que no le pasara lo que a Robert François Damiens, cuando hirió levemente a Louis XV de Francia.  Aviso: ¡No es agradable! ¡No lo leas si eres muy sensible!)
Isabel se repuso muy pronto y el 18 hizo su salida oficial a la basílica de Atocha.  En recuerdo del nacimiento de la infantita Isabel, se construyó el hospital de la Princesa, en la calle de Areneros.
Bravo Murillo, tan infatigable trabajador, no está dotado para ser dirigente político. Se ha enemistado con el ejército al intentar reducir sus gastos, no ha tenido habilidad para imponer su jefatura civil en el partido liberal moderado, que sigue dirigiendo –desde Bayona- Narváez, y comete su más grave error al intentar reformar la Constitución de 1845 en un sentido todavía más absolutista, que siendo ya tildada por los progresistas de reaccionaria no conciben que Bravo Murillo la quiera modificar en sentido más reaccionario todavía.  A todo esto, se suma que los ataques más duros y las más alevosas zancadillas parten de palacio.  Ante esta situación  el 13 de diciembre de 1852 presenta su dimisión. Y es sustituido por el general Roncali.
Parece que tuvo que dimitir por no plegarse a la voluntad del pollo Arana, que se encontraba entonces en el apogeo de su influencia y quería pasar a gallo dominante. Pero en esto topó con Francisco de Asís.  El rey consorte creyó hallar entonces una inmejorable ocasión de desquite
-“Isabelita –le dijo un día venenosamente a su mujer- el pollo Arana te la pega
No es de extrañar que Francisco de Asís no inspirase el más mínimo respeto a nadie y que en un diario madrileño apareciese, años después, la siguiente coplilla:
Paco Natillas
Es de pasta flora
Y mea en cuclillas
Como una señora.
Al anodino Roncali se sucedió el no menos anodino general Lersundi que duró hasta septiembre de 1853, que fue sustituido por don Luis José de Sartorius, conde de San Luis
Con gobiernos complacientes, ante el temor de ser destituidos, Isabel libre de preocupaciones, vivía feliz y contenta en medio de sus diversiones, bailes, teatros, etc.  Isabel derrochaba el dinero, no solo en su persona, sino también con los demás, haciendo regalos verdaderamente regios.  Para ella el dinero carecía de valor.  Al comenzar su reinado se le calculaba una fortuna que se acercaba a los mil millones de pesetas; al morir había quedado reducida, incluyendo el valor de las joyas y objetos de arte, a unos quince millones.
El 5 de enero de 1854 dio a luz una niña, que no vivió más que dos días. Tenía veintitrés años y una exuberante vitalidad.  Estaba siempre dispuesta a reincidir en sus ligerezas y en sus embarazos… pero era también muy religiosa. En Semana Santa no faltaba al tradicional lavado de los pies a los doce pobres, a los que luego servirían la comida; Francisco a las mujeres e Isabel a los hombres. Lo hace con gusto, con generosidad, con aquella campechanía que no le abandonaba nunca. Lo hará además vestida regiamente, con una diadema y un aderezo de diamantes y esmeraldas. Al inclinarse para servir a uno de los pobres, se desprende una piedra preciosa y cae al plato.  El pobre la coge, azorado, para dársela, pero Isabel, con gracia y sencillez, le dice:
-“Guárdatela; te ha caído en suerte.”
Es buena por naturaleza.  Isabel no miente cuando dice que su mayor deseo es hacer la felicidad de todos los españoles.  Y si esto fuera cuestión de dinero lo derrocharía a manos llenas. Lo malo es que gobernar es mucho más complicado que repartir dinero. ¡Cuantos problemas! ¡Cuántas dificultades y disgustos! Hoy gobiernan los moderados, mañana los progresistas. Ahora se subleva un general, luego otro. Le aconsejan una cosa y la contraria. Isabel no comprende nada de todo eso.  No llega a percibir, ni siquiera vagamente, que durante su reinado se está librando una pugna terrible, una lucha implacable  entre la reacción y el progreso. Piensa en lo feliz que hubiera sido reinando en una época de paz y sosiego. En cambio ahora tiene que vivir con la amenaza constante de la revolución. ¿Cómo pueden gustar a nadie las revoluciones? Con lo bonito que sería vivir rezando y divirtiéndose…

4 comentarios:

Anónimo dijo...

lo he leido,joooder,pedazo de animales.¿y la gente disfrutaba con eso?

ainhoad dijo...

dios mio, que fuerte.¿Eso que eran personas o animales?una autentica salvajada,y encima la gente lo disfrutaba,manda cojones.

pedro dijo...

Ya esta, e empezado tarde pero la verdad es que te pones y terminas enganchadote, esta interesante.Esperemos que no se te ocurra hacernos algo de eso por no estudiar(majestad) jiji

rosi dijo...

me ha gustado mucho este tema, pero me parece dificil creer que la reina ISABEL II fuese tan poco inteligente,era buena pero creo que no era tan ligera como la ponen.claro qe como no estabamos allí se podía decir cualquier cosa de ella .