CAPÍTULO I: MUERTE DE FERNANDO VII Y REGENCIA DE MARÍA CRISTINA
Como si no hubiese causado bastantes males durante su reinado, el rey
Fernando VII, a la hora de su muerte dejaría en herencia a los españoles una auténtica y horrorosa guerra civil.
A mediados de septiembre de 1832 mientras el monarca agonizaba había dos candidatos a sucederle: su hija
Isabel, nacida del cuarto matrimonio de Fernando con la napolitana
Maria Cristina, y el infante
Carlos María Isidro, hermano del rey y tío de Isabel.
Los “
apostólicos” como se denominaban a los partidarios de Carlos lograron poner de su parte a la propia Maria Cristina, que, impresionada por los vaticinios de lucha fraticida si Carlos no se hacía con el poder, se prestó ella misma a privar a su hija de la corona diciendo: “
Que España sea feliz”. María Cristina presionó a su marido el rey Fernando en el lecho de muerte para que anulara por medio de un
codicilo, el 18 se septiembre de 1832,
la Pragmática de 1830.
Esta anulación ponía en vigor nuevamente la
Ley Sálica, pero iba a durar solamente el tiempo que tardó en pasar por La Granja el huracán de
Luisa Carlota. La rubia, regordeta y enérgica hermana de la reina María Cristina al enterarse de la existencia del codicilo, descargó sobre su hermana una espesa granizada de los más variados y enérgicos reproches del más escogido repertorio napolitano. Llamó al todopoderoso ministro don Francisco Tadeo
Calomarde y lívida de furor le pidió el codicilo, se lo arrebató de las manos, lo rompió en mil pedazos y, seguidamente, descargó una sonora bofetada en la cara del ministro, quién ante la mirada atónita de todos los presentes se limitó a pronunciar una frase galante por la que se haría popular:
- “
Manos blancas no ofenden, señora”.
Si la mano de Luisa Carlota había abofeteado enérgicamente al ministro, con más energía aún había derribado, de un manotazo, la seguridad de don Carlos de sentarse en el trono de España. Quien se sentaría sería la princesita Isabel. El rastro que de su paso por La Granja dejó aquel ciclón, sería una larga y desastrosa guerra civil.
Fernando se salvó entonces de la muerte y el 31 de diciembre anuló el codicilo, declarando que le había sido arrancado por sorpresa aprovechando el estado de absoluta postración en que se encontraba.
Don Carlos, en marzo de 1833, marchó a Portugal. Para él, fanáticamente religioso, constituía un gravísimo caso de conciencia:
- “Si cediera esta corona –decía- a quien no tiene derecho a llevarla, en el otro mundo Dios me pediría cuenta rigurosa, y en este mundo mi confesor no me lo perdonaría”
El 20 de junio de 1833, Isabel es jurada princesa de Asturias. Y tres meses después bajaba a la tumba Fernando VII, dejando una viuda de veintisiete años y dos hijas: Isabel, nacida el 10 de octubre de 1830 y Luisa Fernanda, nacida el 20 de enero de 1832. Al morir Fernando VII le sucedía, bajo la Regencia de María Cristina, su hija Isabel, a la que faltaban unos días para cumplir tres años.
Internacionalmente, de parte de Isabel estaban las potencias democráticas como Inglaterra, Francia y Portugal, que junto a España firmaron un pacto: la Cuádruple Alianza. Las potencias absolutistas como Austria, Prusia y Rusia se inclinaron a favor de don Carlos.
Al comienzo de la regencia de Maria Cristina, el gobierno era presidido por Francisco
Cea Bermúdez, un absolutista moderado que fue sustituido por el liberal moderado Francisco
Martínez de la Rosa, que animado por su espíritu conciliador era un artista del “pasteleo” político. De ahí que se lo conociese con el remoquete de
Rosita la Pastelera. Su primer cometido era dar una constitución a España. Tras laborioso parto salió un engendro que se llamó
Estatuto Real, en el que figuraban dos cámaras (Congreso y Senado), pero que a Martínez de la Rosa le pareció más elegante que se denominasen Estamentos:
Estamento de los Próceres y
Estamento de los Procuradores, siendo solamente éstos elegidos por
sufragio censitario. Tan ilusionado estaba con sus estamentos que incluso llegó él mismo a dibujar el uniforme o traje oficial de los Próceres: manto ducal, túnica bordada en oro con puños de encaje, medias blancas de seda, zapatos de terciopelo azul con hebilla de oro, birrete ducal y espada con cinto de oro. Además de estos trabajos de opereta, el presidente de Gobierno estaba muy atareado con el estreno de una obra teatral suya, titulada “
La conjuración de Venecia”
Tal pareciera que el país era una balsa de aceite, que diera a su gobierno tiempo para estos quehaceres y, sin embargo, la situación de España no podía ser más inquietante.
El primer grito de rebelión a favor de don Carlos lo dio no un militar, sino un administrador de correos de Talavera de la Reina llamado Manuel González, quien el 3 de octubre de 1833 –cuatro días después de la muerte de Fernando VII-, se sublevó, depuso a las autoridades de Talavera y proclamó a Carlos V. Fracasó, naturalmente, y fue fusilado.
Mas el grito dado tuvo eco y
a mediados de octubre se levantaban en armas los carlistas de Álava y Vizcaya, siguiéndoles inmediatamente los de Navarra y Guipúzcoa. El general Santos
Ladrón de Guevara se sublevó en Navarra, pero fue vencido y fusilado. Cuando parecía que las partidas carlistas, sin dirección y sin planes de acción conjunta serían fácilmente sofocadas, apareció
Zumalacárregui.
Don Tomás de Zumalacárregui, había nacido en Ormáiztegui en 1788 y había tomado parte en la guerra de la Independencia contra los franceses. A la muerte de Fernando VII era coronel del ejército y se hallaba, sin cargo, en Pamplona. Salió de allí una mañana y se unió a las partidas carlistas, siendo reconocido como comandante interino de Navarra el 14 de noviembre de 1833.
Zumalacárregui se declaró desde el primer momento enemigo de las partidas, demasiado independientes e indisciplinadas. Toda su obsesión, desde que tuvo el mando, fue crear un ejército bien organizado y perfectamente disciplinado.
El 12 de julio de 1834 entró don Carlos en España y Zumalacárregui se entrevistó con el pretendiente en Elizondo. Fue nombrado teniente general y jefe del Estado Mayor.
Mientras tanto, en Madrid, la Regente, María Cristina, viuda a los 27 años, una napolitana joven y hermosa no estaba dispuesta a guardar un luto prolongado y a los tres meses del fallecimiento de su esposo, ya se había fijado en un guardia de corps llamado Fernando Muñoz. La solución podría pasar por tenerlo como amante, pero Maria Cristina era extremadamente escrupulosa en cuestiones sentimentales y su conciencia rechazaba, escandalizada, toda idea de amancebamiento y consiguió que el capellán de palacio los casara en secreto.
Pero María Cristina no sabía entonces que ese matrimonio no era legal y que tendría que volver a casarse en 1844, pero entonces con don Agustín Fernando Muñoz, duque de Riánsares. Porque para entonces, Isabel II ya habrá ennoblecido a su padrastro; le habrá hecho duque y grande de España de primera clase.
Aquél matrimonio clandestino de la regente de España con Fernando Muñoz, será el comienzo de lo que tan perniciosa influencia ejercerá en los destinos de España, durante la regencia de María Cristina y el reinado de Isabel II: la alcoba real.