domingo, 15 de diciembre de 2019

Capítulo IX. O'Donnell, Narváez y Prim

CAPÍTULO IX: DE O’DONNELL A NARVÁEZ IDA Y VUELTA. PRIM PREPARA LA REVOLUCIÓN
"ISABEL II: BIOGRAFÍA DE UNA ESPAÑA EN CRISIS", de Jose Mª Moreno Echevarria

El hecho era sorprendente. En el país de los ministerios relámpagos O’Donnell seguía en 1862 al frente del gobierno, a los cuatro años de haberse hecho cargo del poder. Y aunque los beneficiosos efectos de ésta estabilidad se hacían extensivos a toda la nación, el largo ministerio de O’Donnell y su Unión Liberal está ya gastado y bastará un simple pretexto para que ceda el puesto a otro. Y el pretexto será, nuevamente, Maria Cristina, que quiere regresar a España. O’Donnell se opone y el 2 de marzo de 1863 presenta la dimisión que le es aceptada por Isabel, quien nombra al marqués de Miraflores para reemplazarle.

Durante aquellos años de estabilidad se había progresado en lo referente a las vías de comunicación principalmente la red ferroviaria había alcanzado una notable extensión gracias, sobre todo, al genio emprendedor de Salamanca. El dinamismo creador de aquel “creador de riqueza” como sería denominado era sorprendente y no se limitaba exclusivamente a los ferrocarriles. Una finca que adquirió en Carabanchel fue transformada en huerto y jardín. Su enorme posesión -20.000 hectáreas- de Los Llanos, en Albacete fue convertida en el mejor coto de caza de España con miles de ciervos, venados y perdices. Para fomentar la ganadería creó una cabaña de 10.000 ovejas, adquiriendo en Inglaterra los mejores sementales y para su excelente yeguada compró los mejores caballos árabes. Construyó en Madrid el barrio que lleva su nombre, aunque esto le costó una verdadera fortuna y casi le arruinó. Mas para Salamanca el dinero era un medio, no una finalidad. El dinero, en su opinión, había que hacerlo correr y a la vez que se lanzaba a las empresas más audaces y arriesgadas, disfrutaba plenamente de la vida. Su mesa tenía fama y trajo a su servicio al cocinero de Napoleón III. Hubo un tiempo en que sostenía en Madrid más de cincuenta coches y media docena de queridas. En 1863, a los cincuenta y dos años, su capital ascendía a cien millones de pesetas de aquella época. Se arruinaba y volvía a levantar su fortuna, pero unas veces millonario y otras arruinado, nunca daba tregua a su dinamismo. Su último gran proyecto, el canal del Duero, no lo pudo realizar por falta de capital. Murió arruinado, diciendo que su vida había sido su peor negocio. Fue una de las figuras más destacadas del reinado de Isabel II y uno de los hombres del s. XIX que más contribuyeron al progreso del país.

Mientras tanto continuaban los cambios ministeriales: a Miraflores en enero de 1864 le sustituye don Lorenzo Arrazola cuyo ministerio duró solamente cuarenta días y el 4 de marzo forma gobierno don Alejandro Mon. Estos ministerios carecían de solidez y se hallaban a merced de unionistas y moderados, que eran quines controlaban la situación. El partido liberal progresista estaba desorganizado y su jefatura la compartían el general Espartero, recluido en su casa de Logroño desde la caída del bienio progresista, y don Salustiano Olózaga, que no pasaba de ser un gran orador y un redomado intrigante. El partido se fue consumiendo hasta que Prim, con su arrolladora personalidad, pasó a reforzar sus filas. Isabel II, por su parte, rechazó a Prim para el gobierno, quien viendo que le cerraban a él y a su partido todas las vías legales de acceso al poder, se dedicará resueltamente a conspirar.

Isabel se decidió, al fin, por llamar nuevamente a Narváez al poder, y éste formó gobierno el 16 de septiembre de 1864 con la condición de que permitiría el regreso de Maria Cristina. Narváez tuvo que tragar, pero ideó una forma de anular los efectos del regreso de la madre de la reina. A su recibimiento, no acudieron ni el gobierno ni las autoridades, tampoco le rindieron honores fuerzas del ejército; tan solo un piquete de la Guardia Civil. Maria Cristina lo comprendió. Su orgullo debió quedar tan quebrantado, que después de permanecer unos días en Madrid marchó a Asturias y poco después regresó a Francia.

La calma que reinaba en España quedó rota el 10 de abril de 1865 en la llamada “noche de San Daniel”. La chispa fue un artículo que Castelar publicó en “La Democracia”, pero la verdadera causa de aquella sangrienta revuelta fue la irresponsabilidad de la corte. Como la reina con sus prodigalidades estaba siempre a falta de dinero, se ideó el recurso de vender los bienes del Real Patrimonio quedándose el Estado con el 75% y la reina con el 25% restante. Pero los bienes del Real Patrimonio no eran propiedad particular de la reina, sino que pertenecían a la nación como bien indicaba el artículo de Castelar titulado “El Rasgo

González Bravo, ministro de Gobernación, dio orden al rector de la universidad de Madrid –de la que era catedrático Castelar- de que instruyese un expediente a éste, y como el rector se negase, fue destituido. Los estudiantes se alborotaron y parece que la Guardia Civil se extralimitó en la represión despejando a tiros la Puerta del Sol y ocasionando muchas víctimas inocentes. Aquella brutal y sangrienta represión sólo sirvió para que fuera aumentando el fermento revolucionario y los movimientos conspiratorios de Prim, los progresistas y las logias secretas.

Una zancadilla palaciega hizo que Narváez presentara la dimisión dando un bufido y diciendo que con aquella pareja real era imposible gobernar. Isabel adoptó la solución más simple: volver a llamar a O’Donnell, quien formó el que sería su último ministerio el 25 de junio de 1865. Una de sus primeras actuaciones al frente del gobierno sería la de reconocer oficialmente el reino de Italia, lo que puso a España en tirantes relaciones con la Santa Sede.

Aquel verano de 1865, volvió a hacer su aparición el cólera en Madrid, ocasionando innumerables víctimas. Isabel, a la que el gobierno no permitió permanecer en la capital, donó de su peculio particular un millón de reales, para el socorro a las víctimas y se dirigió a veranear a Zarauz, donde llegó a su fin la privanza de Miguel Tenorio.

A primeros de 1866 Isabel dio a luz su último hijo, que sólo vivió un mes, y también a primeros de mes, el 3 de enero de 1866 con cretamente, Prim se sublevó con dos regimientos de caballería en Villarejo de Salvanés. La sublevación no tuvo éxito y Prim tuvo que refugiarse en Portugal.

A pesar del fracasado intento, el partido progresista seguía preparando un alzamiento revolucionario, que estalló el 22 de junio de 1866. Esta vez, el movimiento era fuerte y estaba bien organizado. Se contaba con los cuatro regimientos de infantería del Cuartel de San Gil. O’Donnell que inmediatamente se dio cuenta de que aquello revestía mucha más gravedad que un simple motín revolucionario mandó llamar a los generales Narváez, Serrano, Concha, Zavala, etc, que olvidándose de sus rencillas y rivalidades se pusieron a disposición del gobierno.

El primero en caer en el asalto al cuartel de San Gil fue Narváez, herido en un brazo y obligado a retirarse a guardar cama. Pero el héroe del día fue Serrano, el antiguo general bonito, que tuvo que apoderarse de cuartel luchando piso por piso, hasta el tejado. El combate terminó con 200 muertos y 500 prisioneros. A las ocho de la noche habían sido tomadas todas las barricadas y aplastada la sublevación. Aunque las bajas habían sido numerosas entre ellas no figuraba ninguno de los líderes de la sublevación: Prim se encontraba en Hendaya, y Castelar, Martos, Becerra, Sagasta y Rivero, condenados a muerte, lograron ponerse a salvo. Tras los consejos de guerra fueron fusilados sesenta y seis sargentos, cabos y soldados.

Isabel premió a Serrano con el Toisón de Oro, pero se manifestó disgustada con O’Donnell, acusándole, guiada por los comentarios de los palaciegos, de haberla dejado abandonada en palacio. Alguien, buen conocedor de las camarillas de palacio, acertó cuando dijo, que la bala que había herido a Narváez había matado a O’Donnell.

Bastó un pequeño pretexto para derribarle del poder. O’Donnell había propuesto a la reina el nombramiento de nuevos senadores, a cuyo proyecto dio verbalmente su aprobación Isabel. Deseaba el duque de Tetuán dejar este asunto cerrado antes del cierre de las Cortes por las vacaciones estivales, pero al presentárselo a la reina para la firma, Isabel se negó a hacerlo dando como única explicación que ya que se iban a cerrar las Cortes no le parecía el momento adecuado. O’Donnell se dio perfecta cuenta de lo que significaba aquella negativa y presentó su dimisión. El enamorado platónico de Isabel quedó tan profundamente afectado, que dijo a sus amigos:

-“Señores, me ha despedido como despedirían ustedes al último de sus criados. No volveré jamás a ser ministro con esa Señora”


Así pagó Isabel al hombre que quince días antes había desecho la revolución y le había salvado la corona. O’Donnell salió de España para fijar su residencia en Biarritz. Augurando próximas catástrofes y la futura soledad de la reina, dijo al marcharse: “No quiero ser testigo ni actor de lo que pase.

El 10 de julio de 1866 Narváez formó el que a la postre sería su último gobierno. El 16 de agosto se sublevó Cataluña, pero con el duque de Valencia al frente del gobierno, la revolución no tenía ninguna probabilidad de éxito. Narváez, viejo y enfermo, seguía siendo Narváez.

Pero si el duque de Valencia continuaba firme en su línea de conducta, no le iba a la zaga el general Prim en la suya. Don Juan Prim y Prats era ya el indiscutible jefe del partido progresista y el cerebro organizador de la revolución. Tal vez hubiera podido ser, tras O’Donnell y Narváez, un fuerte sostén del trono isabelino, pero el veto que siempre le había puesto la corte, impidiéndole acceder al poder por las vías legales habituales, le había convertido en su más acérrimo adversario. Para don Juan Prim era absolutamente incompatible Isabel con la España que deseaba crear.

En agosto de 1866 se celebró en Ostende (Bélgica) una reunión de los dirigentes revolucionarios, presidida por Prim. Estaban de acuerdo en derrocar a Isabel II, pero mientras los demócratas –republicanos- pedían la instauración de la república en España, Prim abogaba por el mantenimiento de la monarquía, con un simple cambio dinástico. Como diría a Castelar: “Si es difícil traer a España un rey extranjero, más difícil todavía es implantar la republica en un país donde no hay republicanos” Y en España entonces no los había. El tremendo fracaso de la Primera República le daría la razón

Los principales puntos acordados eran:

  • Arrojar del trono a los Borbones.
  • Elección de una Asamblea Constituyente por sufragio universal.
  • Aceptación, por parte de todos, del régimen que la Asamblea Constituyente votase para España.
La marea revolucionaria adquirió mayor fuerza con la muerte de O’Donnell, ocurrida el 5 de noviembre de 1867 en Biarritz, de fiebres tifoideas, pasando a ocupar la jefatura de la Unión Liberal el general Serrano que, sorprendentemente, se unió decididamente a los revolucionarios. El bloque que éstos formaban era ya temible con la alianza de progresistas, demócratas y unionistas.

Ahora sólo quedaba Narváez para evitar que cayera la corona de las sienes de Isabel. Ésta por su parte había encontrado un nuevo favorito: Carlos Marfori, gaditano e hijo de un cocinero italiano. Era un tipo bien plantado, moreno, fuerte y arrogante “Bestia magnífica –dice con mordaz ironía la prensa- que en una parada de sementales habría alcanzado precio inestimable” Marfori que había llegado a ser capitán en el Regimiento Asturias se mostraba humilde y servil con los de arriba, y soberbio y déspota con los de abajo, haciéndose antipático a todos. Mas Isabel, mujer malcasada antes que reina, se le rinde y no ve más que por sus ojos.

La revolución seguía en marcha. Prim, infatigable, había intentado llegar a un acuerdo en Londres con Cabrera a quien propuso que hiciera pesar su influencia para que el duque de Madrid –Carlos VII- se liberalizase un poco. Si los carlistas aceptaban una monarquía constitucional, él se comprometía a sentar a don Carlos en el trono de España. La intransigencia carlista rechazó esta propuesta y las negociaciones fracasaron.

En cambio, los revolucionarios encontraron un aliado inesperado: el duque de Montpensier, casado con la infanta Luisa Fernanda, hermana de Isabel. Montpensier sueña con ser rey de España, haciendo que su esposa Luisa Fernanda sustituya en el trono a Isabel. A pesar de su reconocida tacañería, ha dado tres millones de reales para la causa de la revolución.

Y en aquellas críticas circunstancias, cuando más fuerza iba adquiriendo el movimiento revolucionario, el trono de Isabel sufrió el golpe más terrible que le podía sobrevenir. Don Ramón María Narváez, duque de Valencia, falleció a las siete y media de la mañana del día 23 de abril de 1868, a consecuencia de una pulmonía doble, diciendo: “Esto…se…acabó” ¿A quién se refería? ¿A él? ¿A la monarquía? En ambos casos acertó.

A las tres horas de su fallecimiento Madrid se había llenado de octavillas, con noticias acabadas de llegar desde el infierno y firmadas por un diablo, para que no hubiese dudas sobre su autenticidad. Las octavillas decían:

Llegó el duque de Valencia
ya le están poniendo el rabo
se espera con impaciencia
a don Luis González Bravo

Un diablo

No, Narváez nunca fue popular. Jamás buscó el halago ni del pueblo ni de la corte pero fue el dique en el que se estrellaron las más fuertes tormentas revolucionarias, poniendo un poco de orden en aquella España en la que como dice el historiador Stanley G. Payne: “El concepto de legalidad se había perdido con las ideas más extrañas y los principios más descabellados. Motines diarios, asonadas, agitaciones, indisciplina militar, pronunciamientos, poblaciones pacíficas empujadas a la rebelión, dictaduras demagógicas, incendios, matanzas y anarquía e inseguridad en todas partes

Entonces entraba en escena Narváez y sin consideraciones su puño de hierro metía en cintura a todo el mundo sin consideraciones a nadie, ministros, generales o embajadores, se llamasen como se llamasen: Espartero, Olózaga, Bulwer Lytton o Serrano. Posiblemente en aquella convulsa España hacía falta un hombre así que, por otra parte, nunca quiso, con todo su despotismo, apartarse de las instrucciones democráticas y constitucionales.

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