CAPÍTULO VIII. VICALVARADA, BIENIO PROGRESISTA (1854-1856), GOBIERNO DE O'DONNELL Y GUERRAS COLONIALES
"ISABEL II. BIOGRAFÍA DE UNA ESPAÑA EN CRISIS. José Mª Moreno Echevarria
El 14 de enero de 1854, se reunieron en el palacio del marqués del Duero más de doscientos diputados y senadores que dirigieron un escrito a la reina, desaprobando el gobierno de don Luis José de Sartorius, conde de San Luis. Sin embargo, dicho escrito fue interceptado por Sartorius y su reacción fue inmediata, siendo desterrados el marqués de La Habana, Cánovas del Castillo, González Bravo, O’Donnell y el marqués del Duero.
El conde de San Luis, a quien no le falta audacia, cree que la única manera de dominar la situación es por la fuerza, o sea, gobernando como verdadero dictador: aleja a los personajes que considera molestos, cierra el Ateneo, prohíbe periódicos contrarios a su política y destierra a periodistas. Surge entonces la prensa clandestina, como “El Murciélago”, cuya redacción se desconoce, pero que hace estragos. “El Murciélago” es original; se distribuye en sobres con orla negra, como las esquelas funerarias. Era temible porque hablaba claro: denunciaba la venta de destinos en diferentes Ministerios, la corrupción de varios ministros, acusaba de ladrones a algunos nobles, etc. Tampoco se libra el pollo Arana: “Mientras los oficiales que más servicios han prestado a la patria encanecen sin pasar de los primeros grados, hay mozos, como Pepito Arana, que llegan en pocos años de cadete a teniente coronel, sin haber hecho más que alguna expedición a los reales sitios”
Pero el blanco preferido de “
El Murciélago” es
María Cristina. La ataca ferozmente; no tiene piedad de la insaciable napolitana. Denuncia que
Doña María Cristina de Borbón de Muñoz, la duquesa de Riánsares, como la llama, ha vendido cuadros del Prado, o de El Escorial desde hace veinte años para beneficio de su marido y de los hijos que tiene con éste. El mismo intendente de palacio, don
Martín de los Heros, al hacer el inventario después de la marcha de María Cristina a París, había encontrado, según afirmación suya, setecientos estuches en los cuales
faltaban las alhajas que contenían…
Una muestra de la corrupción general es el trazado del ferrocarril del Norte, que unía la capital de la nación con la frontera francesa. Nadie se explica por qué un ferrocarril que debía ir directamente de Madrid a Irún tiene un trazado tan absurdo y se alargó de manera tan incomprensible. Sin embargo, la explicación es muy sencilla. La Compañía del Norte indemnizaba a razón de cuarenta mil duros por kilómetro a los propietarios de los terrenos por donde tuvieran que tenderse las vías. Y todo el mundo, los grandes propietarios sobre todo, quería que el trazado pasase por sus tierras.

Lo mismo ocurrió con el emplazamiento de la estación en Madrid. Se había pensado construirla en Cuatro Caminos, pero Isabel no quiso perderse aquella ganga y para percibir los cuarenta mil duros por kilómetro hizo que la línea atravesase la Casa de Campo, la Florida y la montaña del Príncipe Pío, que eran propiedades de la corona. El austero ministro de Fomento, don Claudio Moyano, dimitió, porque no quiso amparar con su nombre semejante chanchullo.
La conspiración para arrojar del poder al corrompido ministerio de Sartorius iba tomando más fuerza, siendo el alma de ella el general O’Donnell, que vivía escondido en Madrid, junto con otros conspiradores como Cánovas del Castillo y Ríos Rosas. El 28 de junio de 1854, O’Donnell se presentó en el Campo de Guardias donde la caballería del general Dulce se puso bajo su mando. Al ver que se trataba de un pronunciamiento, el general Blazer salió contra los sublevados. El encuentro tuvo lugar en Vicálvaro y acabó de manera indecisa, sin vencedores ni vencidos. O’Donnell que no había sufrido el menor quebranto, se dirigía con sus 2.000 caballos y 900 infantes a las llanuras de la Mancha, región más adecuada para la caballería. El 7 de julio lanzaron los sublevados el famoso manifiesto de Manzanares, redactado por Cánovas, y allí se unió el general Serrano al alzamiento.
En Madrid el desconcierto es total tras la
Vicalvarada. El coronel
Milans del Bosch, enviado por el gobierno para convencer a los sublevados de que depongan las armas, es convencido por ellos y se une al alzamiento. Lo sublevados se apoderan de Cuenca y se inician agitaciones en Valladolid, Valencia y Barcelona.
La reina recibe anónimos en los que se denuncian las fechorías de Sartorius y de María Cristina y se le advierte el peligro que corre su corona si se obstina en mantener aquel gobierno. Isabel llama al conde de San Luis y le da a leer los anónimos:
- “
Son de mis enemigos -dice cínicamente-;
es que quieren perderme”
Isabel, que es ligera e irreflexiva, pero no tonta replica secamente:
- "
Tú si que vas a perderme a mí. "
El conde de San Luis presenta la dimisión y la reina encarga al general Córdova que forme gobierno.
Entre los vivas a O’Donnell y a la revolución, se entremezclaban los vivas a la reina. Comienzan los actos de vandalismo y la furia popular se ha de desfogar contra los palacios de determinados personajes, uno de ellos el de Salamanca. Las obras de arte y riqueza que el gran financiero había reunido en su palacio, son arrojadas a la hoguera. Todo Madrid se convierte en una hoguera; se asaltan y se queman las casas de ministros y de nobles, el espléndido palacio de María Cristina, en la calle de las Rejas es incendiado por completo. En los intentos de contener aquellos desmanes hubo duros encuentros entre la plebe y dos batallones de cazadores, al mando del coronel Gándara, que se saldaron con 74 paisanos muertos y 279 heridos.
En medio de aquella confusión, Córdova aconseja a Isabel que abandone Madrid y se refugie en Aranjuez. Cuando el carruaje ya estaba preparado llegó el marqués de Turgot, embajador de Francia, quien disuadió a la reina, diciéndole:
- “
Los reyes que abandonan su palacio en días de revolución, jamás vuelven a él”
Isabel se queda y sustituye a Córdova por el
duque de Rivas. Esta elección no conduce a nada.
El cabecilla revolucionario de Madrid era el torero
Francisco Muñoz,
"Pucheta", que contaba con 3.000 hombres y que creó una junta revolucionaria en la calle de Toledo. Hasta los toreros de fama se sentían revolucionarios. El célebre
Francisco Arjona, "
Cúchares", estuvo con su cuadrilla defendiendo una barricada en la calle de las Huertas.
Isabel no sabe a quien acudir. María Cristina le dice que no haga tonterías y que llame a Espartero, que se había puesto al frente de los sublevados en Zaragoza.
Espartero vuelve al primer plano. Pero en vez de acudir personalmente a la apremiante llamada de su reina, envía al general Allendesalazar, para que haga saber a Isabel las condiciones que impone para hacerse cargo del poder:
a) Convocatoria de una Asamblea Constituyente
b) Despido inmediato de toda la servidumbre de palacio.
c) Hacerse responsable, Isabel, de todas las culpas y expiarlas públicamente.
Ahora Isabel ha de beber el cáliz de la amargura hasta las heces. El día 26 se hace público un manifiesto expiatorio: “Una serie de deplorables errores…”
Dos días después de que Isabel acepte estas condiciones Espartero hace su entrada triunfal en Madrid, en coche descubierto, rodeado y aclamado por las turbas. Espartero reconoce que él no ha hecho la revolución, sino O’Donnell y esa misma noche del 28 de julio de 1854, Espartero invita a O’Donnell a compartir desde el balcón del Palacio Real los aplausos de las masas.
El nuevo ministerio se forma con el
liberal progresista Espartero en la Presidencia de Gobierno y
O’Donnell, jefe del
partido Unión Liberal, con la cartera de Guerra. Comenzaba el
bienio progresista, 1854-1856, o gobierno de los dos “cónsules”, es decir, Espartero y O’Donnell.
Los primeros actos de gobierno del bienio progresista se caracterizan por el ímpetu revolucionario: nueva constitución, nueva ley de desamortización de bienes nacionales, etc.
El promulgar una nueva constitución apenas podía tener importancia en una España donde lo que hacían los progresistas, lo deshacían los moderados y viceversa. Para las brillantes e ineficaces personalidades del progresismo constituía una obsesión dar a España las constituciones más avanzadas de Europa, como lo había sido en su tiempo la de 1812, sin comprender que el ignorante y en gran parte analfabeto pueblo español, carecía, después de tres siglos de Inquisición, de ideas políticas y conceptos de gobierno y era, por consiguiente, un absurdo pretender que se colocase, de pronto, a la cabeza de los pueblos políticamente más avanzados de Europa.
Más riesgos ofrecía el proyecto de
ley de desamortización, puesto que se hacía extensiva a todos los bienes nacionales, tanto civiles como eclesiásticos y
suponía quebrantar el Concordato de 1851. La primera que se opondría a la nueva ley desamortizadora sería Isabel, que siendo muy devota está sumamente influenciada por el clero. El ascendiente que sobre ella ejerce
sor Patrocinio, llega a extremos de verdadera superstición. Es ya del dominio público que la monja de las llagas le regala camisas suyas, que Isabel se pone con la más religiosa unción, y sor Patrocinio la ha amenazado con que no volverá a ponerse ninguna camisa suya si Isabel firma el decreto de desamortización.
Ante las presiones de Espartero para que firme, y ante la amenaza de dimisión del gobierno, Isabel permanece firme:
-“
No lo firmaré –replica con energía-.
Prefiero abdicar antes que condenarme.”
-“
Pues a mí no me importa nada condenarme”- replica desconsideradamente Espartero.
La situación se está volviendo demasiado tirante y entonces, interviene oportuno e inteligente el navarro
don Pascual Madoz, el padre de la ley de desamortización:
-“A mí no me es igual, Señora, pero le aconsejo que la firme. Para que este proyecto pueda ser presentado y discutido en las Cortes, se requiere de la firma de Vuestra Majestad. Luego, a la hora de sancionar y promulgar la ley, Vuestra Majestad, podrá decidir”.
Isabel llora y se resiste. Pero su firmeza carece de apoyo porque ante la reina de España se interpone su escandalosa vida privada, la funesta sombra de la alcoba real. Espartero, con rudeza cuartelaria, se lo echa en cara, diciéndole que en otras ocasiones en que lo reclamaba su dignidad, debía haber dado muestras de esa energía.
Herida en lo más profundo, Isabel se encara con el general, pero éste le ataja groseramente:
-“Estáis loca, Señora”.
Isabel protesta y llora… pero firma.
El
1 de mayo de 1855 fue votada en el Congreso
la Ley de Desamortización llamada de
Madoz y la reina tuvo que sancionarla. El artículo 1º dice: “
Son declarados en estado de venta las propiedades rurales y urbanas, los censos y los dominios que pertenecen al Estado, a los ayuntamientos, al clero y a los establecimientos e Beneficencia y de Instrucción Pública.”
Roma, naturalmente, protesta y el 19 de julio de 1855 el Vaticano rompe las relaciones diplomáticas con España.
También tomó el gobierno medidas contra la reina madre María Cristina. Aunque se le permitió salir de España, se dictó un decreto suspendiendo el pago de la pensión que le habían asignado las Cortes y hasta se decretó el embargo de todos sus bienes.
Las Cortes aprobaron la
Constitución de 1856, que
tenía como base la de 1812, con un tímido intento de promulgar en España la
libertad de cultos, que muchos consideraban como algo inadmisible en España. Cuando solo faltaba la firma de la reina, los disturbios y
movimientos revolucionarios empezaron a proliferar en toda España. Aparecieron también, con especial virulencia, los
primeros brotes socialistas en puntos de Castilla la Vieja, como Valladolid, Palencia y Medina de Rioseco. La represión fue dura y hubo bastantes fusilamientos. Espartero pidió un informe escrito con los nombres de los responsables de los desmanes y se mostró partidario de que se castigase con mano dura a los culpables y encomendó esta misión al ministro de la Gobernación, don
Patricio de la Escosura. Pero cuando éste presentó su informe O’Donnell creyó llegado el momento de hacer sentir su disconformidad.
-“Primero, antes de actuar –dijo O’Donnell- es preciso poner en claro quienes son los responsables y los verdaderos culpables de esos movimientos revolucionarios.”
Las palabras de O’Donnell desairaron extremadamente a Escosura que comprendió que no se daba crédito a su informe y presentó su dimisión. O’Donnell hace lo mismo, ante lo cual Espartero dice que él también se irá si no ser retiran inmediatamente ambas dimisiones. Pero O`Donnell siempre frío y sereno replica:
-“
Es a Su Majestad a quien corresponde elegir entre don Patricio y yo.”
O’Donnell da a entender a la reina, allí presente, que no tiene necesidad de aceptar las dos dimisiones, sino solamente una. Isabel, acepta la dimisión de Escosura y rechaza, como él ya preveía, la de O’Donnell.
Esto es una bofetada a Espartero. Con gesto decidido le dice a Escosura, que ya se iba:
-“
Espéreme; nos vamos juntos”
¿Qué sucederá ahora? ¿Cómo se solucionará aquella crisis?
Isabel la soluciona rápidamente. Al marcharse Espartero y Escosura, volviéndose a O’Donnell le dice con aquella irresistible gachonería, que tantas simpatías arrancaba:
-“
Tú no me abandonarás. ¿Verdad que no me abandonarás?”
Al amanecer del 14 de julio de 1856 juraban sus cargos
O’Donnell y sus ministros. Era el
gobierno número 34 desde la muerte en 1833 de Fernando VII.
Con la caída de los progresistas, cayeron también sus más avanzadas realizaciones. La Constitución de 1856 quedó en mero proyecto, puesto que no había sido sancionada por la reina. O’Donnell la dio al olvido y puso en vigor la de 1845. Después de reprimir los desórdenes de Zaragoza y Barcelona, el nuevo jefe de gobierno disolvió las cortes, diputaciones provinciales y ayuntamientos y frenó un poco la prensa.
Todo esto, sin embargo, no lo consideraban suficiente el clero y las camarillas cortesanas que deseaban a toda costa anular la Ley de Desamortización. Isabel presionaba a su jefe de gobierno en este sentido, pero O’Donnell no consideraba acertado deshacer de un plumazo todo lo que habían hecho los progresistas.
La resistencia de O’Donnel era peligrosa para su continuidad y la relación entre la reina y el jefe de su gabinete era extraña. Porque O’Donnell estaba enamorado de Isabel. Era un amor correcto y absolutamente platónico, que Isabel, más entendida en amores que en política, lo sabía con toda certeza. Un día dijo a Narváez:
-“
Tú quieres a la monarquía, pero O’Donnell me quiere a mí”
Nada tenía que ver este amor con la serie de favoritos de la reina, que se sucedían sin violencias ni arrebatos. También al pollo Arana le había llegado la hora del relevo. El nuevo favorito es un oficial de ingenieros, valenciano, hijo del conde de Torrefiel, llamado
Enrique Puigmoltó y Mayans. Un periódico en cuanto se conoció el nuevo capricho de la reina comentó: “Pronto lo veremos duque”. Augurio fallido, porque la privanza de Puigmoltó no fue larga, aunque, según los rumores públicos, no dejó de ser fecunda como luego veremos.
Mientras tanto, la camarilla clerical, capitaneada por sor Patrocionio, el padre Claret y el arzobispo de Burgos fray Cirilo de la Alameda, juzgaba que el jefe de la Unión Liberal no obraba ni con la rapidez ni con las energías necesarias. Esta camarilla se impacient
a y cree que Narváez no obraría con tantas contemplaciones. Y el 10 de octubre de 1856, a los tres meses de su subida al poder, O’Donnell tiene que ceder el puesto al duque de Valencia, el espadón de Loja,
don Ramón Mª de Narváez. Se cumplían cinco años desde que había dejado el poder.
Narváez, efectivamente, a los dos días de formar gobierno anula la Ley de Desamortización y todas las disposiciones que van en contra del Concordato de 1851. Pero si esta medida llena de regocijo a la Iglesia y a la camarilla clerical, la revolución no está dispuesta a cruzarse de brazos.
La sociedad secreta “La Nueva Carbonaria”, provocó movimientos revolucionarios en Murcia y Sevilla, que al no contar con apoyo militar estaban condenados al fracaso. Cualquier observador imparcial puede comprobar que la mayoría del pueblo español no simpatizaba con la revolución, que solamente tenía éxito cuando se hallaba dirigida e integrada por elementos militares. En una palabra, triunfaban los pronunciamientos y fracasaban las revoluciones.
Los desórdenes provocados por la Nueva Carbonaria fueron sofocados fácilmente por Narváez, cerrándose aquel movimiento revolucionario con alrededor de cien fusilamientos y mil deportaciones a las colonias españolas en África.
La alcoba real le proporcionaba a Narváez más preocupaciones que los movimientos subversivos y en abril de 1857 fue causa de un gravísimo incidente. Isabel se hallaba de nuevo embarazada y aunque esto no constituía ninguna novedad, esta vez encerraba ciertas connotaciones políticas.
La camarilla clerical, por medio de Francisco de Asís, se había puesto en contacto con el conde de Montemolín -¡nuevamente!, para llegar a un acuerdo a fin de que la princesita de Asturias (Isabel, “La Chata”) se casase con el heredero de la rama carlista. Mas este plan se derrumbaba por sí solo, si ahora Isabel daba a luz un varón. Además, el rey consorte, tenía un interés personal en este embarazo y quería poseer pruebas irrecusables sobre la paternidad de la criatura, ya que coincidía con la privanza del nuevo favorito Puigmoltó. Y estaba tan decidido a averiguarlo, que decidió obrar abiertamente, sin ningún miramiento.
Una noche, acompañado por su ayudante, el general Urbiztondo, se presentó en palacio cuando Isabel se hallaba encerrada en sus habitaciones. Francisco intentó penetrar en la habitación de Isabel, pero Narváez se lo impidió, Pues la reina había dado orden de que nadie entrase en la estancia. Francisco quiso hacer valer su condición de esposo –de la que nunca se acordaba- pero el duque de Valencia se opuso terminantemente. Sobrevino una discusión, la situación se hizo violenta y Urbiztondo hirió con su espada al ayudante de Narváez y éste, siempre expeditivo, atravesó con la suya a Urbiztondo. Murieron los dos. Se echó tierra al asunto y oficialmente se hizo saber que ambos fallecimientos se debieron a razones naturales.
En octubre de 1857, cuando ya iba muy adelantado el embarazo de la reina, Isabel pidió a Narváez que ascendiese a Puigmoltó. El duque de Valencia se negó rotundamente, por no dar consistencia a los rumores que circulaban sobre la verdadera paternidad de la criatura que iba a nacer. Como Isabel insistiese, Narváez, asqueado de la influencia de sor Patrocinio y de tanta intriga cortesana, presentó la dimisión el 15 de octubre. Fue reemplazado por el general Armero, figura sin relieve que en enero de 1858 sería sustituido por Istúriz.
Mientras tanto, e
l 28 de noviembre de 1857 nacería un niño al que pusieron de nombre Alfonso,
heredero al trono de España y futuro rey
Alfonso XII;
(no te pierdas este enlace obligatorio) aunque para cierta prensa no pasaría de ser el
puig-moltejo.
Aquellos gabinetes eran muy débiles y la carencia de dirigentes políticos civiles al frente de partidos fuertes facilitaba el caciquismo electoral de personajes como don José Posada Herrera.
Las elecciones raras veces eran limpias en España, hasta el punto de que el honrado marqués de Miraflores propuso seriamente en el Senado el original proyecto de “insaculación”, o sea, depositar en un saco los nombres de los candidatos a diputados y que salieran elegidos al azar; esto era preferible y más honrado, en opinión de Miraflores. Pues bien con Posada Herrera llegó a tal extremo la corrupción en las elecciones, que los periódicos le llamaban El Gran Elector.
A Istúriz le era ya imposible sostenerse más tiempo y presentó la dimisión, pero Isabel no sabía con quién reemplazarle. Cuando ya había pasado una semana desde la dimisión de Istúriz, sin que todavía se hubiese resuelto la crisis hubo una revuelta, tramada por Posada Herrera en beneficio de O’Donnell. En la noche del 27 al 28 de junio se lanzaron a las calles de Madrid algunos cientos de hombres armados. Posada Herrera se presentó en palacio exagerando los hechos. Isabel, asustada, se decidió a llamar a O’Donnell y en el mismo momento acabaron los disturbios.
O’Donnell forma gobierno, reservando a Posada Herrera la cartera de Gobernación. Y tras unas elecciones organizadas por este gran muñidor, la flamante vencedora, la Unión Liberal de O’Donnell se dispone a gobernar con una confortable mayoría en el Congreso.
Isabel vive uno de sus momentos más dichosos. La corona tiene un heredero, la paz y tranquilidad reinan en el país. ¿Qué más se puede pedir? El momento es el más adecuado para que realice un largo viaje por el país: que ella conozca a su pueblo y que su pueblo la conozca a ella. O’Donnell apoya el viaje sin reservas.
El 21 de julio de 1858 partió Isabel II de Madrid, acompañada por Francisco de Asís, la infanta Isabel y el príncipe Alfonso en brazos de su nodriza.
Visitó León y Oviedo y en Gijón permaneció un mes tomando baños de mar. Quiso conocer las minas asturianas y a pesar de que intentaron impedírselo, bajó, vestida de minero, a un pozo de 80 metros de profundidad, caminó por la encharcada galería hablando campechanamente con los mineros y al marcharse, mandó que les entregasen cuatro mil reales. El 28 de agosto visitó Covadonga y quiso que allí fuese confirmado el príncipe Alfonso y dejándose ganar un tanto por la patriotería, ordenó que se le añadiese el nombre de Pelayo. Después de visitar La Coruña, Santiago y Lugo regresó a Madrid el 21 de septiembre.
Mientras tanto, la Unión Liberal tuvo que sufrir los ataques de liberales progresistas y moderados, a quienes se les hacía muy cuesta arriba verse desbancados por un partido que, según ellos, carecía hasta de ideario político. Pero a pesar de todo el gobierno de O’Donnell sería el que batiese el tiempo de permanencia en el gobierno –cuatro años- y su largo ministerio marcó el apogeo del reinado de Isabel II.
Le pareció a O’Donnell que
la mejor forma de que los españoles desviasen su atención hacia otras cuestiones más importantes que las rivalidades de partido, era hacer acto de presencia en el concierto internacional. El pretexto se lo iba a dar
un incidente fronterizo con Marruecos. El 23 de agosto de 1859 los rifeños derribaron un mojón fronterizo con el escudo de España y a pesar de que en ocasiones anteriores esta clase de hechos habían ocurrido y se habían solucionado satisfactoriamente, ahora, precisamente, lo que O’Donnell quiere evitar es un arreglo pacífico. El sultán da toda clase de excusas y disculpas pero la cuestión se va enconando y el 22 de octubre de
1859 O’Donnell anuncia a las Cortes que, rotas las negociaciones, España se encuentra en
guerra con Marruecos.
¿Qué fines perseguía O’Donnell con esta guerra? Lo que pretendía era espolear la conciencia nacional, unir a todos los españoles en un esfuerzo patriótico y hacerles olvidar sus banderías políticas. Y proporcionar también algún prestigio a España, haciendo sentir su presencia en la esfera internacional.
Todos se unen al gobierno en la empresa común. Se olvidan las diferencias políticas y Olózaga, con su verbo inflamado, anuncia en el Congreso la adhesión total de los progresistas con el gobierno. El arrebato político alcanza, incluso, al trono. Isabel entusiasmada dice a O’Donnell:
-“Si fuera hombre te acompañaría”
La nota cómica la pone Francisco de Asís, afirmando muy seriamente:
-“Lo mismo te digo, O’Donnell, lo mismo te digo”
El jefe del gobierno se pone al frente de la expedición de 40.000 hombres, con cinco divisiones al mando de Echagüe, Zavala, Ros de Olano, Prim y Alcalá Galiano. Los 50.000 hombres del ejército marroquí disponían de fusiles franceses y de 150 cañones modernos ingleses.
Zavala vence en Sierra Bullones; Prim resuelve con su arrojo temerario la batalla de Castillejos y se ocupa Tetuán el 6 de febrero; O’Donnell marcha sobre Tánger y el 26 de marzo obtiene la brillante pero costosa en hombres, victoria de Wad-Ras. El 30 de octubre de 1861 se firmó en Madrid un tratado de paz, por la que España abandonaba Tetuán a cambio de unas pequeñas ventajas y una módica indemnización. “La guerra grande de la paz chica” se llamó en España a esta campaña.
Mas para que a un pueblo le respeten, ha de darse a respetar. Y mientras las demás naciones se esforzaban en fomentar las ciencias, la industria y el comercio, España perdía un magnífico imperio colonial –cuando Francia se disponía a crearlo- y derrochaba sus energías en guerras fraticidas, en agitaciones y desórdenes continuos, y en bárbaras represiones, balanceándose entre el más cerrado absolutismo que añoraba la Inquisición, y los más delirantes excesos revolucionarios que hundían al país en la anarquía. Unos querían imponer el gobierno de las cadenas, y otros copiar la demagogia y los excesos de la Revolución francesa.
La guerra de Marruecos puso al descubierto muchas deficiencias en el ejército. El soldado tuvo que luchar en condiciones desfavorables por los fallos de la intendencia y la falta de organización. De los 7.000 muertos, 2.200 lo fueron en combate y el resto a consecuencia del cólera y otras enfermedades.
En 1861 la República Dominicana que llevaba una vida precaria desde la independencia, decidió unirse nuevamente a España. Esta reincorporación no causó muy buen efecto en España pues solo en 1862 Santo Domingo supuso un desembolso de 50 millones de reales. Así, en 1865 Narváez decidiría el abandono de la colonia y embarcaría las autoridades y las tropas españolas para Cuba y Puerto Rico.
El mismo año de 1861 comenzaron a agriarse las relaciones entre España y Méjico. Desde 1836, año en que fue reconocida la independencia mejicana, España venía reclamando a Méjico 8 millones de pesos en concepto de indemnización, por muertes y perjuicios a súbditos españoles.
La reclamación era justa y moderada. Inglaterra reclamaba a Méjico 60 millones y Francia más de 85. Para cobrar la deuda, el 31 de octubre de 1861 se firmó en Londres un convenio entre Inglaterra, Francia y España para enviar a Méjico fuerzas combinadas de mar y tierra.
El
general Prim fue nombrado jefe de las fuerzas expedicionarias españolas, pero
Serrano, capitán general de Cuba, celoso por el nombramiento de Prim decidió obrar por su cuenta, sin consultar ni notificar nada al gobierno. Serrano envió desde Cuba tropas de desembarco que el 17 de diciembre de 1861 ocuparon Veracruz y el fuerte de San Juan de Ulúa. No se sabía qué efecto podría causar a los ingleses y franceses que un simple general, por impulso propio iniciase unas operaciones militares a espaldas de sus aliados, pero Prim impuso su personalidad y dominó la situación. Este general, que parecía nacido para jugarse la vida y arrastrar a sus soldados al ataque era en el fondo tan político como militar. El 8 de enero de 1862 desembarcó Prim en Veracruz.
Los franceses por su parte no obraban de buena fe. Los adversarios del indio Benito Juárez, presidente de Méjico, exiliados en Europa, Miramón, Almonte, Haro, etc. se habían confabulado con Napoleón III para derrocar el gobierno de Juárez e implantar una monarquía, coronando emperador de Méjico al archiduque Maximiliano de Austria. A partir de ese momento comienzan las divergencias entre los aliados, porque ni Inglaterra ni España están dispuestas a apoyar las pretensiones francesas. Prim trabaja sin descanso. Declara, sin rodeos, que está preparado para entrar en combate si se trata de defender los derechos de España, pero que no disparará un solo tiro para imponer una monarquía en Méjico. Y comunica al gobierno de Madrid que antes de luchar al lado de los franceses en semejante intento, reembarcará con todos sus soldados. Así cuando los franceses inician las hostilidades el 12 de abril en Orizaba Prim solicita a Serrano buques para embarcar sus tropas, pero éste, resentido todavía, no se los quiso enviar. Inglaterra, que no deseaba más complicaciones en Méjico, puso a disposición de Prim todos los barcos que necesitara.
El 9 de mayo desembarcó en La Habana e inmediatamente envió a dos emisarios suyos con un informe en el que justificaba su actuación para entregarlo personalmente, en mano, a la reina.
También Serrano envía un informe a O’Donnell que contiene duras acusaciones contra Prim y sugiere que se le trate con severidad.
En España las críticas contra Prim por su actuación en Méjico son unánimes y la opinión pública le es contraria. El embajador francés presiona a O’Donnell para que expida un decreto desaprobando su proceder al frente de las fuerzas expedicionarias, pero cuando éste se presenta ante la reina para que lo firme, Isabel, sin dar tiempo a que hable su jefe de gobierno dice a O’Donnell
-“¿Has visto qué cosa tan buena ha hecho Prim en Méjico? Tengo ganas de verlo para felicitarle”
Nadie supo qué contestar. Isabel llevaba en la mano el informe que le habían entregado los ayudantes de Prim y del que O’Donnell, jefe del gobierno, no tenía la menor noticia.